La pobreza no es algo nuevo en la
historia de la humanidad. Su causa fundamental radica en la baja productividad
del trabajo en las sociedades preindustriales, a lo cual hay que sumar la
desigual distribución de la riqueza y el ingreso. Vivir en una condición de
premura material fue la situación normal del género humano hasta que los
progresos tecnológicos de la era moderna hicieron posible, para las amplias
mayorías, tener acceso a niveles de consumo, salud, educación y bienestar en
general impensables en épocas anteriores. Según los cálculos del historiador
económico Angus Maddison la renta per cápita promedio en las sociedades
tradicionales ha oscilado en torno a los 400/500 dólares (dólares
estadounidenses de 1990 de igual poder adquisitivo) anuales por persona.
Esto
equivale a lo que hoy, internacional-mente, se considera la línea de pobreza
extrema. Todavía para economistas clásicos como David Ricardo la pobreza,
definida como un nivel de consumo que básicamente aseguraba la subsistencia,
era el destino natural de las clases trabajadoras industriales. Thomas Malthus
profetizó, en su célebre Ensayo sobre los principios de la población publicado
en 1798, la necesaria pobreza de la gran masa de los seres humanos dada la
tendencia de la humanidad a reproducirse más allá de las posibilidades de la
agricultura de producir alimentos a un ritmo que igualase la rapidez del
crecimiento poblacional. A mediados del siglo XIX, Karl Marx basó su pronóstico
sobre la necesaria caída del capitalismo en la pauperización del proletariado
industrial, hecho que él consideraba como una “ley férrea” del desarrollo
capitalista. Sin embargo, ya Marx veía esta pauperización como un hecho
básicamente social, determinado no por la falta de medios sino por la
distribución desigual de los resultados de la producción. Es por ello que su
utopía comunista, hija del optimismo tecnológico que va cundiendo durante el
siglo XIX, postula la salida definitiva de la humanidad de su estado de
necesidad.
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